miércoles, 20 de marzo de 2013


LA FIESTA BRAVA DE MARIO BELLATIN




No se sabe ni se sabrá nunca con seguridad si el mexicano Mario Bellatin es un autor autobiográfico o no, o hasta qué punto lo es y desde qué punto es un elucubrador, un simulador de autobiografías posibles e imposibles, casi siempre terribles. Más relevante es lo que puede haber tras esa voluntad de confusión. Alan Pauls, en su ensayo “El arte de vivir en arte”, toma el trabajo de Bellatin, de César Aira y de Héctor Libertella para ejemplificar lo que entiende por “literatura expandida”: aquella que, echando mano al cruce y la confusión con la vida y con otras artes, rehuye a toda costa la suficiencia o el ensimismamiento literario. Una obra que se opone a cualquier tesis posible acerca de la especificidad de la literatura, liberándola “del cepo de lo propio para arrojarla a un más allá donde se disuelva por fin en la vida”. Una literatura, pues, de avanzada, que reorienta los esfuerzos por hacer y por comprender el arte literario: “¿Qué es lo que le importa a Bellatin de la literatura? No ‘las palabras en sí’, dice; no el ‘contenido de las historias’, sino definir las ‘reglas del juego’ de un sistema del que las obras serán apenas manifestaciones accidentales”, escribe Pauls.
Y efectivamente, si bien con frecuencia Bellatin da indicios para pensar que él y su vida son la materia de sus libros, una lectura más atenta indica que a su propia biografía más bien la despedaza, la exagera, la deforma: la mutila en función de esas reglas que quiere establecer. No le interesa el autor al autor. O le interesa pero para difuminar su identidad o, derechamente, para desintegrarlo en la obra. Hay una escena en su novela Damas chinas que, no siendo ni de lejos la más brutal ni llamativa suya, nunca se me ha olvidado: una mujer viaja junto a su marido en barco y al segundo día un tripulante grita que se han caído al mar dos vacas de la bodega: “Estaban, más o menos, a diez metros del barco. Nadaban moviendo las patas delanteras rápidamente. Algunos pasajeros propusieron que el barco se detuviera para rescatarlas. Nadie les hizo caso. Aquel espectáculo duró cerca de quince minutos. Pasado ese tiempo, las vacas no eran sino dos puntos en la lejanía”. Algo así hace Bellatin en sus libros con su biografía y con su identidad; a medio camino las deja ir, convirtiéndolas, también, en dos puntos en la lejanía, no importantes. Habría que agregar, eso sí, que Bellatin puede volver –vuelve– en cualquier momento por esas dos vacas.
Pienso en todo esto a propósito del último libro que Bellatin ha dejado caer desde Sexto Piso Editorial: El libro uruguayo de los muertos. Pequeña muestra del vicio en el que caigo todos los días. ¿Qué novedad puede tener el libro número cuarentaitanto de Bellatin? Por lo pronto es el más extenso que ha publicado. Y aquel donde, de alguna manera, están incluidos o al menos referidos, guiñados, casi todos sus anteriores trabajos. Pero, mucho más que eso, Bellatin demuestra aquí que tiene muñeca para seguir girando, en cualquier sentido o contrasentido, la tuerca de la que pende su incomparable universo narrativo –“los misterios se hacen cada vez más insondables”–, porque eso sí que se puede decir con toda seguridad: Bellatin es creativo en grado superlativo y es, también, un soberbio constructor de eso que se suele llamar universo literario: un horizonte de posibilidades narrativas amplísimo y en permanente ensanchamiento. Y no se trata de un universo cuyos puntos cardinales estén dados por temas y personajes, lugares y estilos (como en García Márquez u Onetti, por poner dos casos admirables), sino por aires (o auras) y condiciones.
No se me ocurre en Latinoamérica un autor vivo cuyas tramas sean más difíciles de referir que las de Bellatin. Quizá porque el principio rector de su obra sea aquello que el narrador de este nuevo libro le dice a la misteriosa interlocutora a la que se dirige durante las casi trescientas páginas que le escribe: “La realidad es inmanente y se viven en simultáneo todos los tiempos y todos los espacios”. Tal vez esto explique o fundamente las flagrantes reiteraciones, las constantes reversas y desmentidos o contradicciones, las mínimas variaciones de lo mismo o los saltos que se pega a cada rato el narrador de Bellatin, que en este y en todos sus libros es ambiguo en su perspectiva y en su relación con los hechos y dilata los límites entre lo raro y lo fantástico, lo sagrado y lo banal, lo extraordinario y lo común, a tal punto que, por ejemplo, son los elementos infiltrados del mundo real los que producen extrañamiento en la lectura: descoloca la mención de marcas como Coca Cola, Converse All Star o Mayonesa Hellmann’s, pero no la existencia de realidades paralelas ni el hecho, por ejemplo, de que una antigua escuela de música siga produciendo sonidos años después de haber sido cerrada. Un efecto parecido producen los cuentos de Silvina Ocampo, por tirar una posible línea continental. Las subyugantes atmósferas de extrañeza que pueblan sus libros (“una realidad fantasma. Un espacio donde las normas eran otras”, se lee) se parecen a aquellas que hay en las novelas que integran la Trilogía involuntaria de Mario Levrero, especialmente la última, El lugar, por tirar otra posible línea continental.
Bellatin lleva al lector con frecuencia a retroceder en la lectura para hacer memoria y conectar hechos, sujetos, formas o libros. U obliga a parar simplemente para rumiar lo leído. Es más: es una escritura que puede agotar al lector, hervirle la cabeza, pero jamás aburrirlo, una escritura que busca (que a veces necesita) ser leída de una manera distinta al corriente método “de principio a fin”. Una literatura que lleva constantemente a reparar. Por ejemplo a reparar en que lo que se está leyendo ha sido leído, idénticamente o apenas con ligeras variaciones, dos, cuatro o doce páginas antes, en el mismo libro, pero con otro sentido, un poco a la manera en que distinto sentido tenían las mismas palabras de los Quijotes de Cervantes y de Pierre Menard que Borges compara en un famoso cuento. Obra permanentemente reflejada y refractada en sí misma, la narrativa de Bellatin parece una telaraña cosida por una mano natural y otra artificial. Además, es una obra especialmente autoconsciente, preocupada siempre de ir visibilizando cómo se va sosteniendo. El mismo narrador no solo se detiene y piensa en lo que está narrando y sobre todo en cómo narra lo que narra, sino que además se antepone a las elucubraciones del lector: las propicia, las matiza, las burla. O las corrobora, a veces. La lectura de El libro uruguayo de los muertos puede resultar agobiante si no se está mínimamente habituado al autor y quizá no sea, por lo mismo, la mejor puerta de entrada a Bellatin. O quizá sí lo sea –¿cómo saberlo si ya no se le entró por ahí?– porque el libro tiene una serie de escenas que están entre lo mejor que Bellatin se ha despachado (como la de su abuelo, sin brazo a causa de la diabetes, manejando una moto Vespa). Y el largo aliento de este libro tiene el efecto distintivo de hacer resonar más duraderamente lo narrado en la cabeza de quien lee, socavando por un espacio de tiempo mayor su sentido de realidad. Y es pródiga en imágenes novedosas, sorprendentes, unas pocas cómicas: “Un auto convertible lleno de psicoanalistas mediocres en su interior”.
Siendo su título un elemento más de la incertidumbre reinante, El libro uruguayo de los muertos contribuye, como dice el propio narrador respecto a cierto alcance del sueño de un niño musulmán, a “mantener el espíritu de la fiesta brava”. Ese espíritu tiene que ver con la explosión de los sentidos (en el sentido de facultades perceptivas y en el sentido de direcciones lógicas), una fiesta brava y explosiva en la que abundan la violencia, los sueños que replican la realidad, los animales, los amigos escritores latinoamericanos y ciertos muñecos perturbadores como el que ilustra la portada de este libro, fotografiado por el propio autor.
En su afán por llevar la literatura y sus alcances a puntos impensados, Bellatin ha realizado congresos con escritores falsificados, impresiones artesanales de sus propios libros, apropiaciones de textos y timbres ajenos. En el caso de este nuevo trabajo ha engendrado un “libro-fantasma”. En la faja que cubre la edición se informa que quien quiera recibir un “libro-fantasma” de El libro uruguayo de los muertos debe escribir a tal correo. Lo hice y a los pocos días me llegó un mail (“Le adjuntamos el libro fantasma. Que lo disfrute”, decía) con un pdf con textos del libro y fotos de lo referido en él. Nuevamente Bellatin ha hecho del asunto editorial, supuestamente externo a la literatura, una parte clave de ésta. Si ya con los Cien Mil Libros de Bellatin había puesto en cuestión la circulación del libro como algo ajeno a su condición de obra, ahora lo que hace, según escribe él mismo en este libro-fantasma, es que la editorial, “en lugar de aprisionar la información, convirtiéndola en un coto cerrado, sirva como verdadero vehículo de aceleración y distribución real de las ideas”. Invasión artística de la vida, esta fiesta brava no termina nunca. 

Marzo 2013.

EL LIBRO URUGUAYO DE LOS MUERTOS
Pequeña muestra del vicio en el que caigo todos los días
Mario Bellatin
Editorial Sexto Piso
2012, 276 páginas

jueves, 14 de marzo de 2013


FONTANARROSA Y EL ESCALÓN









Supongo que como todos quienes consideran que los relatos de Fogwill se cuentan entre los más extraordinarios que se han escrito en Argentina (por no decir en este continente entero), me llevé una sorpresa al leer en la edición de sus Cuentos completos (Alfaguara, 2009) que el prologuista, el crítico argentino Elvio Gandolfo, reconociendo por supuesto dicha superioridad, sitúa a Fogwill en un parnaso –el “primer escalón” de la cuentística argentina– que compartiría con Borges, Arlt y –para mi sorpresa– Roberto Fontanarrosa. Desconcertado por esa alusión a quien yo sólo tenía como maestro del humor gráfico argentino, creador de Boogie el aceitoso y del genial Inodoro Pereyra, pero no como un cuentista al que se le pudieran prodigar celebraciones tan elocuentes, me puse a pesquisar más referencias. Y en esos afanes encontré un texto del crítico Daniel Link que reitera el énfasis gandolfiano: “Es en el relato breve, que cultiva prolijamente, donde Fontanarrosa (como Quiroga, como Borges, como Aira) brilla sin límites en el firmamento de las letras argentinas”. Y luego pillé tres alusiones más, ya no de críticos sino de narradores. La primera era de Guillermo Saccomanno, que atinadamente comparaba su figura literaria con la de Mark Twain. La segunda, un elogio al paso proferido por César Aira en el remoto tiempo en que ejerció despiadadamente la crítica literaria. Y la tercera, la más importante para mí en cuanto quien la profería era nada menos que el grandísimo Fogwill, era el siguiente comentario suyo recogido en el diario La Voz del Interior: “Fontanarrosa es uno de los mejores narradores argentinos del siglo 20. Pienso que hay unos diez relatos que son obras maestras, de lo mejor que se escribió en la Argentina”.
Ahí paré de buscar: ya no eran precisas más referencias, que de hechos las había, sino evidencias, es decir los libros de Fontanarrosa propiamente tal, que no los había porque ya no circulaban, ni las ediciones originales publicadas por De la Flor ni la compilación en dos volúmenes que hizo Alfaguara hace una década. (Esto debido en parte a un litigio aún vigente entre el hijo y la viuda de Fontanarrosa, un jodido gallito judicial en el que está metida también la ex editorial del autor y que, entre otros coletazos, tenía en punto muerto la reedición de su obra e inédito el libro de cuentos en el que Fontanarrosa trabajó hasta su muerte: Negar todo. Para quien se interese en los pormenores del caso, la prensa argentina en internet ofrece una buena cobertura. Lo que incumbe aquí es que, mientras se lleva a término el largo pleito, ha surgido, por una movida del hijo del autor, la ocasión de entrarle de lleno a la narrativa de Fontanarrosa, pues acaba de llegar El mundo ha vivido equivocado y otros cuentos, su primer libro de relatos, publicado originalmente en 1982 y cuya reedición marca el arribo a Chile de la Biblioteca Fontanarrosa de editorial Planeta, la que incluirá sus tres novelas y sus nueve libros de cuentos, de los cuales ya han llegado los dos primeros: el susodicho y No sé si he sido claro, de 1985.)
El libro El mundo ha vivido equivocado debe su título, como gustaba el autor, a uno de los cuentos que lo integran: el primero, de hecho, y quizá el mejor o, al menos, uno de los que más placer provoca en su lectura y de los que más resonancias y risas deja dando vueltas en la cabeza. En una entrevista que puede verse en youtube, Fontanarrosa dice que originalmente era el capítulo primero de una novela que no pudo o no supo o no quiso seguir y que optó, pues, por convertir en un cuento. Un cuento sobre la amistad, un diálogo lleno de detalles finos y de afilada crítica a través del humor y la levedad.
Quizá el mayor reparo que se le puede hacer al conjunto es, justamente, lo disconjunto, lo disparejo que resulta el total de 29 cuentos que lo integran, pero la verdad es que Fontanarrosa, más que articular libros de relatos en torno a algún eje, publicaba simplemente cada tanto colecciones de los cuentos que se le iban acumulando en el escritorio, sin mayor orden ni concierto que la cercanía temporal entre ellos (Fogwill, de hecho, también dijo que Fontanarrosa “tenía una especie de obcecación futbolera en no reflexionar sobre lo que había hecho en literatura”). Como sea, este primer libro ofrece un par de cuentos sobresalientes, brillantes, que se alinean muy bien a la hora de acreditar lo dicho por Fogwill, Link y Gandolfo, como es el caso del corrosivo y borgiano “La columna política” o del brevísimo e ingenioso “De la literatura nipona”. Y hay que decir que, aunque descuidado algunas veces, hay momentos en los que Fontanarrosa logra un fraseo, una prosa formidable en su aparente sencillez. Por ejemplo: "De un primer vistazo a vuelo de pájaro el buen entendedor puede arribar a conclusiones más que contundentes con el solo recurso de apelar a un elemento del que tan bien ha hecho uso siempre el notorio caudillo de los movimientos centristas: la omisión".
Hay otros cuentos decididamente menores, más o menos divertidos, como algunos de los cuentos sobre fútbol que incluye. Pero, entre sobresalientes y menores, hay muchos otros, de hecho hay una variedad tal que uno puede encontrarse, incluso, con uno o dos relatos que parecen comprimir en pocas páginas mucho de lo mejor de César Aira: la imaginación desatada, el humor insólito y la desafección por lo verosímil, como “Revelaciones de un antiguo pleito” o “Mi personaje inolvidable”. También hay parodias divertidísimas, como “Una vida salvaje”, que puede ser leído como una tangencial burla a Truman Capote, y un par de estampas narrativas donde lo bienpensante es sometido al escrutinio de la mordacidad.
Mención aparte merecen los tres “Testimonios” incluidos, textos en los que Fontanarrosa, como narrador, juega a oficiarlas de editor, ofreciendo el monólogo de un adicto a los inhaladores, luego el hilarante relato de una mujer que fue amante del “Abominable Hombre de las Nieves” y por último la entrevista que le hace un comisionado norteamericano especialista en investigaciones ufológicas a una niña de nueve años que habría tenido un encuentro cercano del tercer tipo. En este último relato hay momentos desopilantes, maravillosas muestras del humor de Fontanarrosa (un observador sagaz de la grandeza y la pequeñez humanas), como cuando la niña declara que el extraterrestre, un ser lumínico que aparece en el pasillo de su casa una noche, le habló únicamente para decirle: “Soy San Francisco de Asís. Tendrás un cuis y le pondrás Garufa”.


PD: Meses después de haber escrito esta reseña di con este pensamiento de Mario Levrero, recogido en sus Conversaciones con Pablo Silva (Lolita Editores, 2012): "Hay un tipo que mete un chiste atrás de otro, pero lo hace de tal forma que mantiene la calidad literaria todo el tiempo: Fontanarrosa. Nadie lo considera como escritor, y sin embargo es uno de los mejores de la Argentina".


EL MUNDO HA VIVIDO EQUIVOCADO
Y OTROS CUENTOS
Roberto Fontanarrosa
Planeta, 2012, 260 páginas


viernes, 8 de marzo de 2013


El carteo entre Auster y Coetzee
PENSAMIENTOS COMO HACHAZOS

Este libro, Aquí y ahora, es levemente espectacular. Espectacular en la medida en que lo que ofrece es ante todo, o a primera vista al menos, un fascinante espectáculo, el del enfrentamiento, llevado a cabo mediante un vivaz intercambio epistolar en el transcurso de tres años, de dos inteligencias amigas y afines, ambas de alto vuelo y de firme paso, pero también muy distintas. Por una parte, la inteligencia de J. M. Coetzee, un autor que en la mayoría de sus libros (Desgracia, La edad de hierro, Esperando a los bárbaros, Mecanismos internos, Costas extrañas, Infancia, Juventud, Verano) es soberbio, demoledor, inclemente a ratos –y es quizá la misma admirable impiedad y sofisticación con que los urde la que, en este epistolario, lo hace aparecer como dueño de una inteligencia fuera de lo común, sin duda, pero también fría como sangre de lagarto–. Coetzee se muestra glacial como lo ha de haber sido la Mistral (quien, como dijo Piglia una vez, “se hacía la maestra caritativa para esconder su aridez despótica a lo Beckett”). Y, por otra parte, la inteligencia de Paul Auster, quien aparece como un observador agudo y un prosista fino, muy atento a los infinitos alcances y dobleces de lo particular, provisto de una brillante combinación de sentido común y distancia de todo lugar común y, también, provisto de calidez, no solo por las diversas y simpáticas expresiones de afectuosidad que muestra a su colega, sino también por su manera de relacionarse con los hechos del mundo y con los sujetos que los protagonizan.
Las líneas de Coetzee se cargan, sin dejar de contar fascinantes historias (como la de cuando se enardeció hasta el delirio jugando ajedrez), a la reflexión filosófica y a la abstracción, en tanto que las de Auster se inclinan, sin dejar de lado en ningún momento el pensamiento, a la narración de hechos (“caigo en la cuenta de que muchas veces respondo a tus observaciones con historias personales”, le dice a Coetzee), con especial debilidad por las coincidencias y los repliegues del tiempo. En términos generales, pues, puede decirse que Coetzee es no sólo más contenido y filosófico sino también más serio (cuando empieza a citar a Derrida, Auster le replica con Groucho Marx), y que Auster es mucho más demostrativo, vital y jocoso (se despide mandando abrazos, buenos deseos, “un sonoro jo, jo, jo” y, en más de una ocasión, hace chistes o bromas que lisa y llanamente son desatendidos en la siguiente carta de Coetzee), todo lo cual está en la raíz de la espectacularidad que ofrece el carteo entre ambos escritores, quienes tienen diferencias y sobre todo matices en buena parte de los asuntos en que se sumergen, pero no los ocultan sino que los ventilan y pelotean para que, como dice Coetzee, “podamos sacarnos chispas el uno al otro”. Y chispas hay. También cruces que agregan volumen, o imprevisibilidad, al perfil humano y literario de cada uno. Por ejemplo, Auster es, en la vida real, un reconocido “tecnófobo”, ajeno o resistente a los avances de la era digital (celular y computador incluidos), pero su obra narrativa abunda en celulares, emails y otras formas de conectividad moderna, mientras que Coetzee, en cambio, no es nada tecnófobo, pero rehuye incluir en su narrativa tecnologías de comunicación posteriores al teléfono (que es un invento decimonónico).
Con todo, ambos tienen, aparte de una amistad que va creciendo con el pasar del tiempo (lo cual puede comprobarse en el cambio de tono que las despedidas de Coetzee adquieren en las cartas del último año), puntos de encuentro relevantes, uno de los cuales es la pasión por Beckett, otro la animadversión hacia los críticos literarios, otro un diagnóstico algo alharaco respecto al sombrío estado del arte y la literatura actual, otro la equidistancia que toman respecto a las posturas de Israel y Palestina en el largo conflicto que sostienen.
El libro, que comienza con una carta de Coetzee de julio de 2008 y termina con otra, también suya, de agosto de 2011, carece de prefacio, notas o epílogo, e incluso de índice, y sólo por la información de la contratapa sabemos de qué manera surgió: luego de conocerse en persona el 2008 en un festival literario en Australia, Auster y Coetzee, por sugerencia de este último, decidieron iniciar un intercambio de cartas (enviadas de un continente a otro por correo y ocasionalmente complementadas por fax) en el que darían rienda suelta a sus pensamientos para abordar los asuntos que fuesen apareciendo en el camino, dándole así preponderancia a la espontaneidad en la elección de los temas, espontaneidad que luego no habrá de tener espacio alguno en el análisis y la concatenación de dichos temas, auscultados siempre con método, aun si con locura (como las demenciales nociones que respecto a su insomnio tiene Coetzee). El resultado de todo es un contundente lote de cartas, escritas con una frecuencia quincenal, en el que, con discusiones, obsesiones y omisiones y no sin equívocos y también momentos epifánicos, abordan, en el sentido marinero del término, asuntos hermanados por una sola cuestión: la pasión, positiva o negativa, que despiertan en ambos autores: la amistad misma y la literatura en primerísimo lugar, pero también el deporte (más que su práctica, su apreciación por TV y sus alcances mentales y sociales), la alimentación y los discursos y discursillos en torno a ella, la mierda que se pega en los zapatos, la importancia del fracaso y el curso de la economía global, cuestión esta última cuyo abordaje en el libro merece mención aparte, pues el carteo se produce en pleno desate de la crisis económica, crisis o derrumbe del que Coetzee sospecha hondamente, con una incredulidad análoga a aquella con que un niño no entiende cómo diablos es eso de que, en el cristianismo, Dios sea uno y tres a la vez. Uno y Trino.
La lectura de estas cartas ofrece algo así como la anatomía o el escudriñamiento mutuo de dos inteligencias, una seca y calibrada hasta en los detalles (Coetzee), otra cálida y desinhibida (Auster), pero sobre todo brinda, este libro, una lección de libertad: la de pensar cualquier asunto, incluso los ya archipensados, con atrevimiento y soltura (lo que por cierto no excluye el rigor ni la documentación), calzando muy bien ambos autores con aquel perfil del intelectual que Nietzsche, en boca de Zaratustra, reclamaba para el mundo: “Yo no estoy adiestrado al conocer como los doctos, que lo consideran un cascar nueces… Yo soy demasiado ardiente y estoy demasiado quemado por pensamiento propios”. Eso abunda en este libro: pensamientos propios y quemantes que obligan a pausar la lectura para digerir bien las ideas o, como dice en una carta Auster refiriéndose a la materia de que está compuesta la prosa de Heinrich Von Kleist, “pensamientos como hachazos”: duros, relucientes y abridores de nuevas formas para seguir dándole vueltas a las materias en las que, precisamente, Coetzee y Auster han clavado el hacha neuronal.



AQUÍ Y AHORA
Cartas 2008-2011
Paul Auster y J. M. Coetzee
Anagrama y Mondadori
2012, 265 páginas