miércoles, 26 de junio de 2013

El eterno resplandor de una mente desquiciada 

                                                          “Tal vez los sueños sean lo social en estado puro”.
                                                                                                                    Fogwill

Fogwill (1941-2010) en citroneta.

Recuerdo casi con emoción el día, hace cuatro años, en que tomé los por entonces recién publicados Cuentos completos de Fogwill, aún vivo y a quien había leído muy poco, apenas un cuento famoso suyo incluido en una antología famosa preparada por Juan Forn. Algo en el autor-personaje me disuadía, pese a la genialidad de ese cuento (“Muchacha Punk”), en virtud de la cual, en todo caso, ese día terminé por sentarme con los Cuentos completos, leyendo la mitad del libro de una tirada, y cuando terminé y me paré no voy a repetir el cliché de que yo ya no era el mismo: cuando terminé, yo ya no era nadie. Estaba deshecho: violentado, sacudido, extenuado, fascinado, colmado de placer, alelado. Y perturbado tanto psicológica como sintáctica, gramática, castellanamente. Desde ese día soy un apasionado lector de Fogwill cuyo entusiasmo se elevó al cubo con esa nola lectura de esa novela coquera, sidosa y descomedida que es Vivir afuera, y Los pichiciegos y Help a Él, pero sobre todo Los libros de la guerra, sus recias y siempre asombrosas intervenciones periodísticas, por llamarlas de algún modo, entre las cuales se cuentan un par de artículos autobiográficos que son inolvidables. Así, pues, ansioso esperaba el primer libro póstumo de Fogwill: La gran ventana de los sueños. El efecto de lectura que ha tenido para mí ha sido, por lo muy pronto, múltiple. De partida, ralentizador, curiosamente lento, estirado. Es un libro que en circunstancias normales puede leerse en algo así como una hora. Sin embargo, tal vez en parte porque entre sus cometidos se cuenta nada menos que el de desenmascarar al Tiempo, me tomé cinco días. Al principio tuve una reacción de deslumbramiento y en algún momento –por la mitad, creo–, una ligera sensación de decepción. Luego sucesivos repuntes, confusión, inseguridad, deslumbre . Aún no sé bien qué pensar de este libro (así como tampoco se sabe nunca muy bien qué pensar de sueños y pesadillas), pero un efecto de lectura como el mencionado me parece ya de por sí positivo y muy de Fogwill, maestro del extrañamiento, rey de la sorpresa, señor del humor maligno.
El libro se abre con un par de textos superiores, donde el estilo de Fogwill arde en la tensión entre profundidades intelectuales que Daniel Link no vaciló en calificar de alienígenas y futilidades magníficamente escrutadas. Sólo algunos de los 44 textos que integran este libro son, propiamente, relatos de sueños, que es de lo que uno –yo al menos– entendía que se trataba. Pero no es un libro de sueños como existen varios. Fogwill mismo menciona uno de Graham Greene, quien “mea camarones”. Yo recuerdo haber leído uno de T. W. Adorno (Akal, 2008), quien curiosamente incluía harto más sexo y perversión que Fogwill, cuyos sueños uno –errónea, huevonamente, quizá– habría supuesto muy sexuales, sucios, meados y pajeados. Y no falta algo de eso, por cierto, pero hay más referencias a Disney que “vulvas y anos”. Quizá esto se explique por el hecho mismo de que Fogwill solía trabajar (literariamente) una sexualidad antes genital que psicológica, por lo que estos textos de introspección no abundan en sueños de erotismo, los que, dice Fogwill, de haberlos “siempre sucumben por despertarme con su convite a una masturbación consciente y demorada”. Adorno anotaba cada mañana sus sueños. Fogwill también, pero hizo su libro no “con” ese material sino “a partir de” ese material: de ahí supongo el subtítulo: “Citas de mi diario de sueños”.
Citas. Quizá lo único que podría volver interesante para terceros un sueño ajeno sería su presencia en él. Como es imposible que en un libro ese sea el caso para los lectores, inteligentemente Fogwill opta por relatar sólo algunos sueños (varios, brevedad mediante, fabulosos, cautivadores) y también, o sobre todo, opta por pensarlos: los relaciona, los ausculta, los burla, los desarma o intenta fotografiar, los analiza (nunca taxativamente: “Nadie experimenta sueños de asfixia”, dice y agrega altiro: “Habría que consultarle a los asmáticos”), algunos los interpreta, otros los proyecta a la vida real o simplemente los desdeña, los deja tirados para hablar de otra cosa, para escribir. Para preguntarse, por ejmplo, por el origen de las caras desconocidas que aparecen en los sueños, las que no sabe si “son construcciones oníricas o evocaciones de caras vistas en alguna oportunidad”.
El segundo texto del libro parte con un sueño pero rápidamente deriva a una reflexión sobre el lugar donde lo soñó (o donde dormía cuando tuvo dicho sueño, más bien, porque el “dónde” suceden los sueños es algo que ni Fogwill se responde, y eso que mucho se lo pregunta), y el lugar donde tuvo ese sueño es un hotel en las afueras de Santiago de Chile, en las afueras porque la ciudad estaba tomada esa semana por Testigos de Jehová: una pesadilla real que bien podría haber estado protagonizada por schöenstatianos (que en Chile parecieran haberse multiplicado últimamente como en los 90 los Testigos de Jehová –creo).
A propósito de sus sueños (y alguno ajeno), entonces, o desde los marcos de la ventana tras la cual estos transcurren, habla Fogwill de la muerte y de los cementerios, del mar y la navegación, así como de lo que es o podrá ser la literatura del nuevo milenio: “Bastará anotar la pregunta acerca de la gama de colores imaginados por un daltónico. Responderla exigiría enfrentar los enigmas de qué es la literatura de los comienzos del siglo XXI”.
El libro –“leve” según el acertado decir de un amigo escritor muy conocedor de Fogwill– tiene un lote de imágenes exquisitas, impactantes, como aquella del cementerio-piscina de cadáveres flotantes en formol, que “se sumergían desnudos y flotaban a media agua en grupos de tres a seis que, por efectos del viento sobre la superficie, se desplazaban en círculos y caprichosamente se sumergían”. También tiene otras levemente cerdas y/o muy divertidas, como esa donde una lolita de 14 años de la que se ha enamorado le sonríe “levantando con la punta de la lengua la prótesis flexible que componía la totalidad de su dentadura inferior”.
Pero, ya está dicho, más que sueños relatados tiene este libro apuntes y pensamientos en torno a los mecanismos oníricos (habla por ejemplo de “sueños de retorno” para referirse aquellos en que uno vuelve a instituciones como el colegio). También de ciertas manos, modos y usos que en los sueños se dan. O cuando alguien, con sólo pasarle el dorso de su mano por la frente, le lee el pensamiento. Eso puede perfectamente suceder en los sueños, y con toda naturalidad, y Fogwill sabe transmitirla: no sólo enunciarla, sino transmitirla, esa naturalidad.
Creo que lo que pude echar en falta en una primera lectura es cierto desenfado fogwilliano, y no me refiero tanto a sus invectivas ni a sus atrevimientos temáticos: no al desenfado en lo que predicaba sino al de su castellano. Pero esto, pienso al releer los textos, es más bien una mera primera impresión, un espejismo o engaño, pues en estos textos, si bien menos salvaje, más sutil (no diré más maduro), Fogwill resplandece, como siempre, tanto por algunas de las ideas puestas en la página como por su estilo único, lleno de encanto, de dos puntos (:), de salidas inesperadas y “anomalías sintácticas” como aquella con que Neruda cierra su poema “Entrada a la madera”, donde uno al leer, como bien ha indicado Federico Schopf, esperaba otro verbo y el poeta descoloca metiendo el sustantivo “campanas”: “… y hagamos fuegos, y silencio, y sonido, / y ardamos, y callemos, y campanas”. Ese tipo de sorpresas brinda siempre Fogwill.
Cogotéandole el título al cineasta Michael Gondry, y teniendo a la vista que Fogwill alude ya en su título a una ventana, podría decirse que lo que por sobre todo hay este primer libro póstumo suyo es el eterno resplandor de una mente desquiciada, en el sentido de fuera de quicio, considerando que quicio según la RAE es, en primer término, la “parte de las puertas o ventanas en que entra el espigón del quicial, y en que se mueve y gira”.
Puerta o ventana que gira desquiciada, asomarse a la de Fogwill puede conducir a todas partes, a cualquiera, pero nunca a ninguna parte o al mero mundo de la fantasía ya que “tal vez los sueños sean lo social en estado puro”.


LA GRAN VENTANA DE LOS SUEÑOS
Fogwill
Alfaguara, 2013, 132 páginas

miércoles, 19 de junio de 2013

GIMNASIO

Presentación 
del libro
A mano alzada
de Germán Carrasco
la Chascona
Santiago
mayo del 2013





A mano alzada se abre con la sección “10 intentos de encuadre para Ti”. Me parece que esos diez textos –estampas, notas, crónicas, aguas-suaves, qué importa– se pronuncian y desenvuelven, en primer término, en un espacio de bruma, en una cierta oscuridad, pero no entendida como hermetismo ni zona turbia o porque sí inentendible sino, simplemente, como espacio donde el pensamiento avanza –a tientas– en lo incierto, pero avanza, eso sin duda, iluminando tenue pero precisa y preciosamente suelos nuevos y señalando puntos de fuga hasta entonces impensados. “Oscuridad –gimnasio del instinto”, se lee en “Calas blancas”, poema del mismo Germán Carrasco incluido en su libro Calas (del 2001). En ese gimnasio creo que se trabajaron estos intentos de encuadre. Donde esto quizá sea más claro es en el último de ellos, “Burnt Norton, una historia de amor”, donde nunca nada puede o quiere quedar del todo claro, y el lector no pisa suelo firme, pero a cambio ejercita –hacen gimnasia– ciertas intuiciones, por ejemplo la vieja intuición de que el tiempo no es una flecha que avanza sino una totalidad que se pliega y se repliega y se expande, y que la prosa puede funcionar también así, y que una mujer en un motel puede ser anciana y niña y joven a la vez.
En esta parte está también “Explico dos poemas”, ese texto donde se trabaja –es mi hipótesis, no un hecho– una inversión, o más bien una torsión o vuelco, del poema de Baudelaire “A una paseante”, donde el poeta se deslumbra ante la belleza de una mujer que pasa fugaz y lo mira. En la nota de Carrasco, en cambio, el paseante es el poeta, que se deja seducir y se detiene ante el espectáculo de una mujer mayor que riega la vereda casi fundida con la escena, un espectáculo “discreto, fino y sencillo”, para decirlo en palabras de Violeta Parra.
Estos textos, los diez primeros y casi todos los demás del libro, incluso los prólogos incluidos sobre otros autores, están escritos en primerísima persona, no tanto por ser autobiográficos, que en buena medida lo son, cuanto por el lugar desde dónde se los produce. Recuerdo cuando hace años entrevisté a Pablo Oyarzún y dijo algo respecto a la escritura en primera persona que yo extrapolaría, con ni tanta necesidad de acomodo o matices, al trabajo de Germán, algo relativo al trabajo de o desde un subjetivo. Decía Oyarzún: “Quisiera pensar que las más de las veces escribo a partir de mí: el ‘yo’ que acostumbro a emplear en mis textos (tiendo a hacerle el quite al ‘nosotros’ del filósofo, que incluye a todos sus auditores sin haberles consultado) es la marca de una pasión, de un enjambre de afectos, de un pensamiento que más funciona por su cuenta de lo que yo pueda obligarlo a hacer”. Hasta aquí la cita de Oyarzún, de la que yo subrayaría la reivindicación del subjetivo, entroncándola con un poema de Ruda, de Germán, que aboga por “una subjetividad sin alharaca” –y abogar es un verbo alharaco–. Oyarzún hablaba del yo como de “la marca de una pasión, de un enjambre de afectos”. Y creo que en las prosas de Germán opera un enjambre de afectos similar y, bueno, claro, también de desafectos. Es que nada de lo que está ubicado entre el suelo y el cielo le es indistinto, o entre el asfalto y el smog, al menos. Mucho le pica, harto le enchucha, otro tanto lo emociona. Por ello sus textos tienen, no siempre pero sí a menudo, un componente rosquero. No rockero, que es un adjetivo que yo no ocuparía para referirme a él, sino rosquero, en el sentido harto literal del que busca o produce atados. Es un elemento del que hablaré altiro para luego ir a lo que más me importa, porque una cosa es clara: ese ingrediente rosquero puede, para distraídos o lastimados, comerse o tapar lo más relevante de estas prosas, que estoy cierto no es eso, sino otra cosa. Pero primero voy a las roscas. Esto no es misa: no hay para qué –no hay cómo– comulgar con todas las distancias ni con todas las cercanías de Germán Carrasco, pero se puede disfrutar a veces, tanto en un caso como en el otro, de su exposición; cuando contra lo que Carrasco se lanza es contra el cliché, contra el acomodamiento mental y contra ese pensamiento que agudamente ha definido como brochagordismo. Un poco a la manera de Mellado, la pendencia funciona como delatora de falsas moralidades, de imposturas, de patudeces como la de “la sarta de frescos de los años setenta chupando champagne en París, Suecia, Alemania y desvalijando a los ingenuos europeos que pensaban que estaban colaborando con una causa cuando en realidad le estaban haciendo una kermesse gratis a una serie de barsas”. Va contra los calculistas. Y también hay un grado de refocilación en la invectiva. Él mismo dice algo en esta línea cuando escribe sobre el hip hop: “a veces simplemente hay algo hermoso en la camorra y en la expresión del malestar en un país tan escandalosamente asimétrico”. Pero, tomando distancia del engrupimiento hiphopero, dice luego: “creo que el camino es ser alegremente confrontacionales y no monótonamente quejosos”. En todo caso, hay que decirlo, no son los suyos diatribas ni enfrentamientos enteros contra alguien o algo, en general son menciones, repasadas y desdeñadas al paso, emanaciones de una prosa ladina, para ocupar el muy adecuado adjetivo con que Sergio Parra me comentó hace unos días este libro. También es cierto que en parte lo que Germán Carrasco hace es definir, por oposición, por contraste chocante, su propia poética, sus propias líneas de trabajo y exploración, en detrimento o menoscabo de otras. Y en eso deplora tendencias, revuelve. Pero, como ya decía, más allá o más acá o más arriba de las roscas hay, por cierto –por suerte–, otras cosas que hacen de esta mano alzada una a la que conviene atender. Por lo pronto, dos cuestiones. Primera, la plasticidad o gimnasia de esta prosa insinuante que cambia de velocidad con agilidad y se ralentiza o corre y cambia con fundidos, no con cortes ni a base de eso que el propio autor llama golpes bajos o golpes de estado. Segunda cuestión, el hecho de que estos textos, y en general todos los libros de Carrasco, contengan –y conviden, de hecho algunos yo los tomo aquí, ahora– muchos planteamientos, conceptos y puntos para pensarlos a ellos mismos, para criticarlos incluso. La cacareada autoconciencia, el metatexto y todo ese asunto, que aquí funciona ejemplarmente. Por ejemplo, el concepto que usa de emulsión sirve muy bien para describir, precisamente, lo que distingue a esta prosa: “la emulsión que lubrica el paso de un párrafo a otro, de una idea a otra, de una escena a otra”. Prima la emulsión, aunque en cualquier momento aparecen las ninjas en la página.
En la segunda parte de A mano alzada están los ensayos de corte más literario, de entre los que yo destacaría el que trata sobre la Mistral, otro paso en dirección a ese pensamiento que la Mistral misma puede originar –Patricio Marchant lo reclamaba, y también lo ejercía–. Un pensamiento sobre las cosas, sobre el mundo, pero que arranca en casos como este en el pensamiento de la Mistral misma. De la parte literaria del libro también habría que decir que da cuenta de la voluntad de Carrasco de no hablar de lo hablable, de no mirar derecho sino respetando su desvío del ojo, para renovar o ventear no tanto el espacio como lo que por él circula, no sólo comentando “sandías caladas”, opción que deplora explícitamente, sino hablando de todo. Del carácter casi aleatorio de su listado se puede dar cuenta mencionando de quiénes y en qué secuencia habla en esa segunda parte, llamada “Bloc garzón”: de Robert Creeley, de la Mistral, de la mexicana Carla Faesler, de Pezoa Véliz, de Gonzalo Rojas –a quien yo abiertamente considero que sobrevalora mucho al tiempo que sobrerechaza a Parra–, y de Shakespeare. Y al final cuelga una muy puntuda crónica sobre Méndez Carrasco y el feminismo.
Por cierto, como el hueveo es revuelto y no frito, no es esta la única parte donde la literatura es el tema; es solo que estos son textos de lleno abocados a un autor, pero en cualquier parte, por ejemplo en la cuarta, la materia, el asunto de estos textos, es la literatura misma (y el cine y la música), la literatura chilena muy especialmente, la que Germán encuentra últimamente muy asexuada, y razón no le falta.
Pero es precisamente después de esos prólogos, en esa cuarta y última parte, donde están aquellos textos que mejor podrían adecuarse a esa simple pero precisa definición de crónica como un relato personal del mundo hecho desde un sitio siempre específico: el que se pisa mientras se piensa y se escribe la crónica misma (hay una por ejemplo en la que Carrasco aparece, indeleblemente, tecleando encima de un balón de gas en un pasillo mientras sus sobrinas duermen). Ensayos en terreno, por llamarlos de otro modo. Es esta cuarta, también, la parte más abundante: ocupa, de hecho, casi 2/3 del libro, tres o cuatro dedos de la mano alzada, uñas incluidas, y admite lecturas a saltos o en uno solo plano secuencia. Poco, quizá nada, en el fondo, diferencia esencialmente los poemas de las crónicas de Germán. Decir esto puede rondar la nadería (o hundirse en ella plenamente), en tanto que de muchos que cruzan de género podría predicarse tal cosa fácilmente, pero me asisten en este caso particular, para hilvanar dicho pensamiento, varios hilos recios, de los cuales mencionaré dos o tres. Uno, el hecho de que una de las prosas de la primera parte, “Acerca de la muerte de dos perros guardianes y la congregación de quiltros”, originalmente esté incluida en Calas (2001), donde no desentonaba ni mucho menos sino que se fundía perfectamente (como la anciana esa que se mimetiza con su jardín regándolo) con el conjunto de poemas, pasando piola en esa fiesta como uno más. Quizá esa pura prosa permite suponer que este libro, que esta vertiente prosística de A mano alzada estaba ya contenida en el trabajo de Germán desde un principio, ya en el lejano brindis inicial.
Un segundo hilo posible para parar la tesis de cierta igualación o mismidad o semejanza radical entre prosa y verso en el trabajo de Germán lo deja caer él mismo en uno de los textos de A mano alzada que se llama “Cine, desempleo y cimarra”, y donde hacia el final, y de la nada, se lee: “tengo la tentación de separar las próximas frases en verso”. No lo hace, pero podría perfectamente hacerlo con los versos emprosados con que continúa, tal como lo hace en ese poema que en Ruda se ofrece, a modo de espejo biselado, con ligeras deformaciones, en una página en prosa y en la de al lado en verso: “Improvisación”, se llama ese poema, y da cuenta de lo inesenciales que pueden ser los intercambios de género en esta obra.
Y la tercera cuestión (hilo) a la que yo echaría mano a la hora de demostrar esa relación de vecinos con puerta abierta que mantienen sus escritos en prosa y verso, o esa relación de fachada continua y vericuetos interiores, para decirlo en imágenes suyas, es el tipo de comparaciones e imágenes que en sus crónicas utiliza, que están muy en línea con las de sus poemas. Pienso, por ejemplo, en aquella donde especula con el futuro de los malls, dando una imagen que perfectamente podría estar en sus poemas: “quizás van a ser fantasmas en los que solo se va a sentir el golpe de las tablas de skate sobre el suelo haciendo eco”. Bueno, este tipo de comparaciones alargadas no sólo me hizo pensar en su poesía sino en la de Lihn, que era muy de ese tipo de comparaciones, hechas como al paso pero que producen el duradero efecto de un fierrazo en la lectura. Es poco novedoso señalar aquí esta influencia, pero es inevitable, pues de allá en buena parte viene esta mano que se alza.
Este libro junto a Ruda me parece que hacen un díptico sobresaliente dentro de la obra de Germán Carrasco, una suerte de versión a escala de, justamente, ese poema reflejado de Ruda del que recién hablé. De A mano alzada me gusta la mixtura de su aire –que incluye de todo: pacos, libros, hospitales, manos, ropas, caballos, aviones, gimnastas, niñas, portadas, amigos (Raúl Zurita aparece a la vuelta de cualquier página, Juan Carreño en cualquier cerro), hay también veredas, avisos clasificados, oro y plata, lo mapuche, el aprovechamiento de lo mapuche, la infame remodelación de una casa Kulczewsky, etcétera–. Destaco su pesadez y su no pesadez, su vocación de deriva, su humor, como cuando habla de “esas imágenes con cámara que se mueve como culo de reggetonera”, o cuando dice: “Ni hablar de la famosa clase media, a la que todos dicen pertenecer… (En Chile) Nadie es de clase alta ni baja, suena feo al parecer (y encima la clase media no existe”). A propósito, aprecio mucho su concernimiento respecto a este país, “azotado por sismos y fascismos”, como dice. Ni panfletario ni capitalizador, simplemente destaco que sea, como he sostenido que Lihn lo fue, un poeta concernido, que piensa en y a y desde y hasta contra su país y su tiempo; admiro cómo su prosa divierte al tiempo que “refresca la gramática” y, en fin, considero importante lo que se acomete en A mano alzada, un libro desordenado (en sentido argentino), pues lo que se acomete es nada menos, pienso, que aquello que en sus mismas páginas respecto a otra cosa se indica: se amplía, en el ámbito literario nuestro, “el territorio, la reflexión y la fiesta”.


martes, 4 de junio de 2013


Lihn, gallinas y monstruos




















Foto: Alejandro Olivares

La gallina es un ser.
Aunque es cierto que no se podría contar con ella para nada.
CLARICE LISPECTOR

Ahora que se están por cumplir 25 años de la muerte de Enrique Lihn y algunos se preguntan qué hacer con él, pienso que, dada la creciente incumbencia de su trabajo, llegará pronto el día en que alguien se partirá la cabeza inventariando la enorme presencia del reino animal en su obra: lombrices, monos, leones, perros, gatos, tigres, vacas y camellos se pasean de ida y vuelta por sus páginas. Un conteo exhaustivo y una clasificación inteligente estoy seguro que darían cuenta de las coincidencias o semejanzas, en un punto casi esopianas, que este poeta supuestamente indiferente a la naturaleza veía entre las conductas, acciones y reacciones de animales y hombres, incluido él mismo, por cierto. En su cuento “Huacho y Pochocha”, por ejemplo, el narrador dice: “Siempre ha de ser más feliz un perro de la calle, entregado de lleno a su naturaleza, que un perro de circo condenado, en dos patas, a impugnarla”. Nadie podría pensar que Lihn fuese inocente o aleatorio a la hora de armar sus metáforas y de elegir los elementos de sus comparaciones.
En esa línea zoológica, abundan especialmente en sus textos los gallos y las gallinas, los que aparecen con las más diversas y extravagantes significaciones y funciones. Por lo pronto, Lihn tiene no uno sino dos excelentes poemas titulados “Gallo”, en uno de los cuales se lee: “Canta este gallo, el mismo, y yo: ¿soy otro?”; en el cuento “Los secos y los húmedos”, incluido en La República Independiente de Miranda, la desigual isla donde acontece todo se llama Gallina; en uno de los últimos poemas que escribió en su Diario de muerte, el poeta, que no andaba cómodo en las arenas confesionales, escogió una figura plumífera nada menos que para definir su posición frente a la muerte: “Todavía aleteo / con el pescuezo torcido y las alas en desorden”. También se me viene a la cabeza “Las gallinas”, una de sus tantas obras teatrales, que no llegó a estrenar ni publicar, dejándola olvidada en la casa de Gustavo Meza hasta que hace seis años su hija Andrea la desempolvó para montarla en el teatro de la Universidad de Chile. Por lo que vagamente recuerdo, las gallinas ahí no eran gallinas sino mujeres –chilenas– que se desplazaban al interior de una casa; eso sí, como gallinas cluecas en el gallinero.
Mucho más que el cisne rubendariano, la gallina lihneana nos concierne. ¿Y por qué gallinas? No lo sé. Me llama la atención nomás su recurrencia, le conjeturo algunos alcances. Quizá podría indagarse a partir de una pista que ese hombre concernido que fue Enrique Lihn dejó caer en una entrevista que en 1986 le hizo Pablo Azocar. Ahí, para hablar de la situación del país, Lihn ocupa el término monstruosidad, indicando algo que asombra hoy por su vigencia, al punto de parecer adivinación (poietomancia se le llama a esto), y que puede dar, además, algún indicio acerca del alcance de su fijación gallinera: “Aquí muchos de los monstruos son de cuello y corbata. Son monstruos que no se reconocen como tales, monstruos con la apariencia de amables y distinguidas personas, que hablan en los diarios y aparecen en la televisión. Sin darse cuenta, están en un sistema que les permite conductas aberrantes. Y lo hacen con toda alegría, por así decirlo. Chile, en definitiva, hoy es eso: una gallina con cuatro patas”.
“Se ha abusado de la palabra abuso”, llegaría a decir un cuarto de siglo después un representante de esos monstruos cuando la gallina de cuatro patas se hartó de estar regida por su ley del gallinero y empezó a mostrarles el pico. Ahora sólo falta que los monstruos se comporten como gallinas. Parecería una de esas esperpénticas obras teatrales de Lihn.