viernes, 29 de noviembre de 2013

Alexander Kluge,
A SALTOS CON SATÁN
(Texto publicado en Revista de Libros de El Mercurio en 2007) 
 

Abogado en retiro, discípulo de T. W. Adorno y cineasta, Alexander Kluge (1932) es parte nuclear del llamado Nuevo Cine Alemán, junto a Herzog, Fassbinder y Wenders. Además de sus películas, Kluge ha escrito un par de libros que lo han hecho acreedor de un admirado análisis por parte de W. G. Sebald, quien en su libro póstumo Campo Santo lo capta medio a medio: “El arte de Kluge consiste en dar a conocer la gran corriente de la fatal tendencia seguida hasta ahora por la historia, en sus detalles”.  
Originalmente, en su edición alemana de 2003, El hueco que deja el diablo consta de quinientos textos (“detalles”), de los cuales el autor seleccionó ciento setenta y tres para una edición norteamericana, que es la que Anagrama reproduce.
“Un diablo no muere; cambia de forma”, se lee hacia el final del libro. El registro de esas infinitas mutaciones es el ambiguo común denominador de estas historias donde brilla tanto el diablo como su ausencia, pues también éste obra por omisión, y no siempre se muestra astuto: “Es posible que el diablo se guíe todavía por una idea obsoleta del poder”. Para seguirle la pista al “segundo Todopoderoso”, Kluge se sirve de la crónica periodística, la nota erudita, la alegoría, el comentario histórico, la efeméride científica, la discusión legal, los cuentos de guerra, la historia amorosa, la foto comentada (a lo Sebald), la confesión novelesca y la especulación filosófica. Se sirve de ellas y se sirve bien. Y acompañado de citas falsas y citas reales, de notas e imágenes, de información matemática y estudios de física, resume historias que van de la Grecia clásica al 11/S, pasando por la Alemania nazi, Chernóbil, la Inquisición, el cine moderno, África, Kant, el circo, Rusia, la Biblia, Brasil, el mundo submarino, la literatura, la perrita Laika, Sarajevo, la Casa Blanca, la vez que casi dinamitan la torre Eiffel y los niños sobrevivientes que fueron repartidos al azar, por negligencia, tras la Segunda Guerra Mundial.
Mediante hipotéticas entrevistas con los protagonistas, Kluge interrumpe las narraciones por boca de un preguntador anónimo a medio camino entre el detective, el filósofo y el niño que exige explicaciones para aquello que se da más rápidamente por sentado, como para asegurarse de que el interlocutor no se esté valiendo de lugares comunes, de ideas huecas. Y si bien el humor no es central, hay contados momentos, justamente en estas entrevistas, en que se asoma y, cabe decir, es endiabladamente corrosivo.
Imposible interesarse por todo. El mismo autor lo insinúa, sin falsa modestia, en el prólogo. Y es natural, pues se trata de un libro ambicioso, raro, lanzado, cuya lectura produce entusiasmo y permite saltos como saltos se permite el narrador y, principalmente, “Satán, el Tentador”.

EL HUECO QUE DEJA EL DIABLO
Alexander Kluge
Anagrama, Barcelona, 2007, 377 páginas.




viernes, 22 de noviembre de 2013

La mano de Rodrigo Rey Rosa

www.sinembargo.mx/26-11-2013/825852

“¿Es verdad que cortaron un brazo a una de las chicas para usarlo a modo de brocha y pintar con sangre una amenaza dirigida al dueño de la finca?”. Esta pregunta, deslizada al pasar por uno de los personajes a propósito de las noticias guatemaltecas, da buena cuenta del trasfondo en el que acontecen los sucesos de la narrativa de Rodrigo Rey Rosa, en cuya última novela, Los sordos (Alfaguara, 2013), la violencia sigue siendo representada, aunque más que como asunto central, como telón de fondo, y siempre –y he aquí una clave de su gran gracia– contrapuesta con un estilo no del todo lacónico pero sí ajeno a los alaridos, los énfasis innecesarios, las explicitudes o monsergas o, como mejor lo dijera Pere Gimferrer, mediante “una escritura despojada hasta el máximo, en la que ninguna palabra sobra, y sin embargo envolvente y sensual”.
Los sordos funciona, ante todo, como un thriller (Rey Rosa maneja el género como pocos en la lengua) armado con precisión y elegancia, las que surten el efecto de un encantamiento, o de un arrobamiento, en la atención de quien lee. Una desaparición, otra desaparición, y de ahí en adelante un hilo que al desplegarse mantiene en permanente incertidumbre al lector respecto a los hechos que se refieren, pues nada nunca es exactamente lo que parece ser, y el mal y el bien son escurridizos conceptos que pueden disfrazarse el uno del otro, pero que en ningún caso son lo mismo, y tras su elucidación ha de enfilar el lector, que avanza cautivo por entre las líneas y las páginas en busca de un sentido que no está del todo en ellas, ni en ninguna parte, siendo los diálogos los que puntean el suspenso o provocan los giros inesperados, los desconciertos y una que otra sonrisa.
Siempre se celebra en Rey Rosa su arte elíptico, su comedimiento, su sutileza narrativa. En sus últimos libros ensayó una veta de índole más exploratoria que en parte lo alejó de ese perfil, trabajando ya sea con archivos y con su propia presencia como eje del relato (El material humano) o bien con historias sencillas como el “delirio amoroso” que está en la base de Severina. En Los sordos, en cambio, vuelve a la línea de libros como Piedras encantadas, El cojo bueno o La orilla africana, es decir, a su mejor mano: aquella con la que, sin caer en convencionalismos, teje tramas en que lo ancestral y lo moderno conviven con tanta tensión como el dinero y el honor, el amor y la deslealtad o el derecho occidental y el maya.
Así, Los sordos, además de un thriller soberbio, es un par de cosas muy relevantes desde el punto de vista de la literatura latinoamericana. Un muestrario de prácticas y de personajes de un mundo, el centroamericano, del que conocemos poco, algunos inolvidables, como los jueces mayas o el protagonista, Cayetano, un guardaespaldas con honor en un mundo, el de la seguridad privada de los magnates, donde el honor es un antivalor. También es una exploración, no en las causas ni en las infinitas formas de la violencia sino más bien en sus implicancias, en sus incontenibles efectos, uno de los cuales es, justamente, el borroneo del umbral entre el bien y el mal. Y es por lo mismo, también, Los sordos un espacio de indeterminación, es decir, un entramado literario –preciso en su funcionamiento, elegante en sus pasillos y ventanas– en el que la exposición de los hechos y de los caracteres de los personajes se vuelve más relevante que cualquier visión que el autor sobre ellos pudiera ofrecer –y de hecho no ofrece ni una–, y donde la naturaleza (un gato, una nube, un rayo de sol al atardecer o una gota escurriendo por la hoja de una planta), un poco a la manera del teatro shakesperiano, opera como anticipadora, como desencadenadora o como caja de resonancia de lo humano y lo inhumano. La naturaleza, de hecho, en Rey Rosa es siempre personaje, carácter, nunca mera ambientación.
Por todo ello, por la fineza de esta mano narrativa que sabe cambiar de voz o de velocidades, poniendo reversa y luego acelerando sin que nunca le suene la caja de cambios, y también por su endiablada capacidad de entretener, es decir, de mantener la atención intrigada, Los sordos es, sobre todo, una excelente novela, la más extensa y con probabilidad una de las mejores que han salido de la mano de Rodrigo Rey Rosa.

  

miércoles, 6 de noviembre de 2013

MARCELO MELLADO, 
EL EFECTO DE UN ENCANTAMIENTO, LA VOLUNTAD DE HUEVEO

Presentación a la reedición de Editorial Cuneta de La provincia. Santiago, septiembre de 2011.



UNO
Quiero partir citando algo que Mellado escribió en “Pantalla trágica”, una columna suya reciente: “A mí el Felipe Camiroaga siempre me llamó la atención, a pesar del desprecio que uno siente por la televisión abierta, lo encontraba un talentoso perverso, un tipo con una gran capacidad para producir comedia, simpático y brutalmente irónico y molestoso, marcado por la voluntad de hueveo”.
Al leer eso pensé que Mellado estaba escribiendo sobre el autor de sus propios libros. Y, de hecho, leyendo la novela cuya segunda edición hoy se lanza –La provincia–, encuentro entre sus páginas otra vez esa misma seña: voluntad de hueveo. Destaco esa voluntad como columna vertebral del melladismo (melladismo entendido aquí simplemente como el conjunto de la obra de Mellado), voluntad de hueveo que Pablo Oyarzún llamó más filosóficamente en una presentación reciente de otra novela de Mellado (La Hediondez) su cualidad de humorista, entendidos estos como quienes “nos traen de vuelta a la superficie. En vez de andar abrochando hechos con causas y razones, hacen crónica de casualidades... Donde los otros andan viendo e instituyen uniformidad y coherencia, estos ven y promueven dispersión carnavalesca”.
  
DOS
Los libros de Marcelo Mellado pueden tener un efecto lacrimógeno, en el sentido (policial) de que, aparte de moverlo a uno a la fuerza de la posición en que inicialmente se encuentra, hacen estallar en carcajadas para el lector lo peor y lo mejor de lo chileno, atribuyendo para ello a sus personajes, justamente, lo peor y lo mejor del lenguaje chileno: por ejemplo, el festival de sobreentendidos del decir burócrata, la floritura afrancesada de cierto quehacer crítico local, el amaneramiento lírico y folclórico, el balbuceo etílico y los recovecos y ambigüedades del nacional escarceo erótico. Y también, en ciertos cuentos y pasajes de novelas como La provincia, se vale Mellado de la coprolalia más feroz –la del resentido, la del “flaiterío” o la del mero “huevonaje”–, para encarar y desenmascarar la mediocridad y lo que él llama picantería nacional, aunque también dé cuenta del ingenio, la malicia y el fino sentido de la oportunidad que caracteriza al ser y el hablar nacional.
Delatora de falsas moralidades, del “cerderío” empoderado o “lamecaca” del power, la posición del Mellado narrador es la del desprecio, siendo en ocasiones a sí mismo a quien más desprecia; por ello tal vez su situación es al mismo tiempo la del exagerador, que no es que sacrifique la verosimilitud de los hechos por sólo darle paso al humor, sino que justamente pone en entredicho cualquier verosimilitud mediante esa exageración, porque las maneras de ser, de hacer y de decir del llamado chileno medio son para Mellado, como queda dicho, antes que cualquier otra cosa intragables: por lo rascas, por lo cobardes, por lo ineptas.
Sin embargo, Mellado puede producir el efecto de un encantamiento: a veces, aun a su pesar, vuelve entrañable todo aquello que desprecia (cuestión que, de ser efectiva, puede que contraríe su propia intención o voluntad).

TRES
A mí me parece que esta reedición de La provincia, a diez años de su aparición en Editorial Sudamericana, es razón más que suficiente para celebrar y mirar con optimismo, alegría y vaso en mano el presente literario nacional, que para Mellado ha sido, en un punto, indudablemente positivo: ha sido reeditado por primera vez y, al tiempo, su obra empieza a ser reconocida afuera, como en Argentina, donde lectores agudos como Quintín y Patricio Pron lo han leído y recomendado con entusiasmo.
No deja de ser elocuente que en su segunda edición La provincia haya aparecido en un sello independiente, como lo es Editorial Cuneta, comandada por Galo Ghigliotto y cuya labor es justo celebrar, pues es también justo y en cierto modo incluso satisfactorio ver a Mellado compartiendo catálogo con César Aira y Mario Bellatin, con quienes de alguna manera hace sistema, para decirlo en clave eléctrica. Dado que esta es una reedición, es posible que muchos ya conozcan la novela, y si no es el caso, tanto mejor y, como sea, no corresponde estar haciendo resúmenes colegiales –lo que es siempre una tentación en estos casos–, pero sí quisiera mencionar algunas escenas centrales que me parecen brillantes, así como algunos recursos, mecanismos y maromas narrativas que, pienso, hacen de Mellado la voz más creativa, radical y disruptiva de la narrativa chilena contemporánea. Y la más inimitable, además.    
Una primera escena es el Carnaval Poético Municipal, esa murga lírica que se deja ver como una versión situada y graciosa de un análisis tipológico de la poesía nacional. El narrador del Carnaval Poético Municipal –episodio descomedido que es la quintaesencia del melladismo– es como un reflejo, en la trama, en los acontecimientos mismos, del autor: ambos son el “portador del aparato retórico”.
Con la gran admiración que se le tiene, se puede decir que cuando Bolaño hace en Los detectives salvajes esas clasificaciones de poetas en categorías como poeta mariquita o poeta maricón o poeta marica, su humor no es más efectivo ni más filudo que el de Mellado, que en este carnaval que se desarrolla por las calles y esquinas de San Antonio –ciudad donde a todo esto sucede todo esto lleva a cabo la más brutal tipología burlesca del poeta chileno, haciendo las delicias del lector al describir, someramente o con la máxima profundidad, los matices diferenciadores de poetas picantes, poetas beodos, poetas aplanacalles, poetas magisteriales o profesorales, poetas emprendedores, poetas bolcheviques, poetas étnicos, poetas ambientalistas, poetas feministas, poetas gay, poetas del Hogar de Cristo, poetas universitarios, poetas cuicos, poetas conceptuales o densos, poetas etílicos, poetas en riesgo social, poetas lumpen, etcétera, sobretodo etcétera, como dice el narrador. En alguna parte se llega a escuchar en la novela que no queda más que echar a los poetas de la república, infructuoso empeño de cuyo primer intento se tuvo noticia en Grecia hace ya tantos siglos.
Pero Mellado no enfrenta tanto a los reales ejecutores del arte de la poesía, a los que estoy seguro que lee y admira, cuanto a los impostores que se valen de su presunta práctica para legitimarse, viajar o arreglarse los bigotes. Conviene dejar esto aclarado.

CUATRO
La de Mellado es una obra que contiene su propia crítica, que se sostiene sobre sí misma, que se va pensando sobre la marcha, superando con creces en lucidez muchas veces los comentarios críticos que puedan aparecer a posteriori por ahí. Por ejemplo, apenas arrancada La provincia dice el narrador a propósito del hábito de los personajes de llamarle a los paseos por la ciudad “walking around”, dice, digo, que este uso se trata “de una parodia crítica que importa giros de lengua, como ejercicio lúdico, más conocido en nuestro medio como hueveo…”. En la misma línea de pensarse a sí misma reflejada en la acción, la novela poco más adelante tiene esta frase: “Esto es una exageración, sí, porque todo lo es, más aún, de eso se trata, se exagera como operación crítica que nos sirve para contextualizar la presencia de los agentes del relato”. Es, en este sentido, el más lihneano de los narradores chilenos vivos, autor de textos que siempre se miran y piensan, y se ridiculizan también, a sí mismos, como “A Franci”, ese poema de Lihn que se va replegando de la pura vergüenza que le dan sus versos amorosos: “Te quiero, qué comienzo,/ peor es tragar saliva/ y peor aún este nudo en la garganta que torna los contornos/ del mundo o la forma de un grano de ripio pegado a la planta de los pies…”.
Mellado subvierte “el plano regulador del lenguaje”. No le gusta la palabrería literaria, el suyo es un lenguaje, bajtinianamente habría que repetir, de plaza pública, y por ello es que en su obra las pifias del habla tienen todo el derecho a existir, lo que abre la puerta a anglicismos (no muy sofisticados, como decirle Fernando Flowers al obeso ministro de Allende que terminó en la derecha), salidas procaces, reiteraciones, infracciones localísimas como decir “Te voy a pegarte”, equívocos de connotación genital, todo en combinación carnavalesca con jergas chupeteadas al mundo de las ciencias sociales, de la sociología, de los estudios y los imaginarios culturales que Mellado, indirectamente, termina de alguna manera por desacreditar. En todo caso, Mellado no rehúye el lirismo ni la elegancia cuando la ocasión lo propicia. No todo es hueveo, tampoco. Al contrario, pero la verdadera seriedad es cómica, escribió Parra.
También quiero relevar la apuesta narrativa de Mellado por explorar una “sexualidad charcha” (según ha dicho), tan chilena por lo demás, la descripción de un modelo no-penetrativo, que se mueve en el terreno de los favores sexuales, las tocaciones, las intentonas que no llegan a puerto, la chapucería precoital. Cuando le pregunté al autor sobre esto en una entrevista, me contestó que buscaba alejarse del canon literario “del huevón que después de hacer el amor enciende un cigarrillo. En ese sentido –me dijo– yo recuerdo un poco las enseñanzas de Luis Buñuel, que trabaja la sexualidad como algo ridículo”.
“Lo demás –remató Mellado– es cine o es revista Paula”.

CINCO
“Retórica y verdad” es el capítulo rabelesiano máximo de La provincia. Lo rabelesiano, evidente en la presencia protagónica de la fecalidad y de la coprolalia en la obra de Mellado, es realmente fuerte, fuertísimo de hecho, a tal punto que su última novela se llama La Hediondez. La escena en la casa del vecino autorreferente que sufre de diarrea es, literalmente, lo más cerdo que hay. Después, al final, cuando éste se sigue tirando peos en una citroneta y cagándose en la berma, la cosa como es natural sólo empeora. Aquí, debo aclarar, Mellado no vuelve entrañable al insufrible Eulogio Bolla. El encantamiento con todo aquello que desprecia al que aludí al inicio es un efecto ocasional, no permanente.
Terminaré en reiteración, quiero insistir en una cuestión que es central, el humor como eje articulante del melladismo. Es decir, y esto lo enlazo con la cita inicial que aludía a Camiroaga, la preeminencia de la voluntad de hueveo que hay en la obra de Mellado. Pero no se trata de chacota y punto. Es absolutamente subversiva, libertaria tal voluntad. La obra de Mellado es grande no porque de un tiempo a esta parte lo vengan reconociendo tales o cuales eminencias chilenas o extranjeras, ni porque tenga más o menos difusión, sino porque es una obra narrativa que, como pocas, no le deja al lector el mundo –o el medio local– tal cual lo veía antes de la lectura.
Quisiera que esta presentación tuviera un solo objetivo cumplido: funcionar como invitación a la lectura de Mellado en general, y de La provincia muy en particular, por estar esta novela de cumpleaños, por ser –fuera de una antología de cuentos que tuve el honor de preparar para Metales Pesados el 2010 (Armas arrojadizas)– la primera obra reeditada de Mellado, y por ser también un libro clave, el que afirma un estilo que pasados los años sigue vigente en nuevos libros, en nuevos cuentos, en nuevas crónicas y, también, en nuevos proyectos que, a la Bellatin, superan lo literario, como son los Encuentros de Pueblos Abandonados, una cooperativa productora de mermeladas o las Clases Libres que Mellado planea hacer, como una forma oblicua de sumarse al malestar nacional con el modelo educativo.


7 septiembre 2011.

martes, 5 de noviembre de 2013

EL CLUB PICKWICK O LA VIDA ENTUSIÁSTICA
















(Texto de 2009)
  
Asombra que esta genialidad, Los papeles póstumos del Club Pickwick, sea la primera novela que un entonces veinteañero Charles Dickens publicó, y no porque sea perfecta a la manera en que son perfectas, por ejemplo, las mejores novelas de su compatriota Jane Austen. Al contrario, Los papeles... es una novela desmedida, desprolija, pero en su exceso resulta fascinante e inolvidable. Es una novela imperfecta porque hay cosas que parecen estar de más, como el aparataje cervantino de presentar el relato como la investigación de unos editores, procedimiento que el mismo Dickens va paulatinamente abandonando, como si le diera a él mismo una tremenda lata continuarlo, para concentrarse en narrar sin más las disparatadas aventuras de Samuel Pickwick, sus amigos y su ayudante Sam Weller. También sobran, a veces, las novelas intercaladas, que no son pocas, y uno que otro capítulo, como el antepenúltimo, que más bien estorba, aunque tal vez sea más correcto decir que distrae, y la distracción es la ley de Pickwick y sus amigos. Por eso, tal vez, es que hay también muchos asuntos y personajes que son dejados en el camino, sin que ello importe mucho. En efecto, la ley pickwiciana primera es la del movimiento perpetuo, el goce y “la observación del género humano en toda su variedad”, es decir la distracción, y si en narrar eso se producen olvidos o discontinuidades, dónde está el problema: esta novela, como la vida, se parece más a un fascinante terruño salvaje que a un rígido jardín municipal perfectamente estructurado para confort del sujeto comedido.
Como queda dicho, narran en esta novela los editores; en ellos, y en los personajes mismos, Dickens, a la manera de Tolstoi, mete claramente sus reflexiones, máximas y pareceres sobre el bien, el hombre y la vida, lo cual al relato le da espesor reflexivo y el carácter moral que Dickens quiso siempre imprimirle a sus libros. No por nada habla el narrador del “encanto inestimable de unir la diversión a la enseñanza”.
En este afán pedagógico, el libro está lleno de personajes memorables, como Alfred Jingle, un caradura de habla entrecortada y humor socarrón que, hacia el final, termina convertido en una persona bondadosa, gracias a los efectos benéficos que acarrea el trato sostenido con Samuel Pickwick, hombre cuyos rasgos esenciales son la bondad, la sociabilidad, la torpeza corporal, la inteligencia, la magnanimidad, una moderada cólera y la entereza, rasgo este último tan fuerte que Pickwick se niega a pagar la indemnización que le exige una estafa montada por un grupo de abogados, aun cuando la rebeldía le cuesta pasarse una temporada en la cárcel, donde, dicho sea de paso, aprovecha de hacer nuevos amigos.
Tiene esta novela un final feliz, y esto, ya se sabe, es un lujo que se pueden permitir, sin un estrepitoso fracaso, sin caer en la condescendencia folletinesca, sólo los que se mueven en los lindes de la genialidad, tal como lo hace, en otro ámbito, David Lynch en Corazón salvaje.
Aun inscribiéndose claramente en la tradición inglesa de novelas cervantinas –Fielding, Sterne–, Los papeles póstumos... es bastante adelantada en procedimientos narrativos que después serían grito y plata entre los cultores de la novela. Por ejemplo, Dickens hace uso del estilo indirecto libre –es decir, del cambio inadvertido de la voz del narrador a la del personaje– años antes de que lo hiciera Flaubert. Incluso unas buenas dosis de surrealismo tiene esta novela (como todo, en todo caso), como la del anciano encarnado en una antigua silla de madera que habla y da consejos amorosos. También es adelantada en sus cuestionamientos. Dickens esboza críticas que van al callo de lo que tiempo después sería el capitalismo desatándose, y las descripciones de la burocracia de las oficinas públicas y los abogados –cuestión que llevó al extremo en la que tal vez sea su mayor novela, Casa desolada– adelantan como se ha dicho a Kafka y explican por qué éste lo admiraba tanto. Pero no por ello es ésta una novela oscura ni desencantada, sino al contrario: todo en ella es “entusiástico”.
Quizás, la verdadera protagonista de la novela sea la amistad, expresada sobre todo en la relación de Pickwick con Sam Weller, una relación de mutuo cuidado y de sabidurías complementarias, un poco a la manera del Quijote con Sancho, aunque sin los retos ni alucinaciones del uno ni el interés creado del otro que mostraban los personajes de Cervantes. Nabokov, que no prodigaba elogios a los clásicos sino más bien impugnaciones, dijo: “Sencillamente, hemos de rendirnos ante la voz de Dickens. Eso es todo”. 
Y eso es todo.  


LOS PAPELES PÓSTUMOS DEL CLUB PICKWICK
Charles Dickens.
DeBolsillo, 2008, 1008 páginas.

viernes, 1 de noviembre de 2013

"(...)
la naturaleza se mira a los ojos
y siguen cambiando los colores
en todas partes y en ninguna
se abre el instante de un placer
que escuchamos más de cerca
cada vez más cerca
en tres arpas vocalizando
verbos al contacto de sí mismos
así y así
como fuerzas que pugnan en el aire
como cuerdas se van desanudando".

                                                   Milagros Abalo, 
                                                  "La cópula del mundo"
                                                  (fragmento)
                                                                milagrosabalo.blogspot.com/